A las dos de la tarde el teléfono de Bufet, un pequeño restaurante en el número 18 de Bucareli, empezó a sonar. Desde el mostrador le gritaron a la señora Estela Pérez –que estaba en su turno de mesera– que tenía una llamada de emergencia. Ese jueves 11 de junio de 1981, una de sus vecinas le dijo desde el otro lado de la bocina que se fuera a la casa de volada: unos agentes de la policía estaban saqueando su departamento en la calle República de Costa Rica en el Centro Histórica, muy cerca de su trabajo.
Estela llegó corriendo y aún alcanzó a hablar con dos hombres que salían del cuarto de uno de sus hijos. Entre el trajín les preguntó qué estaban haciendo ahí y sin dar muchos detalles le respondieron que venían de la División de Investigación para la Prevención de la Delincuencia, un área de la Dirección de la Policía del entonces Distrito Federal.
Estaban ahí porque su hijo Armando Magallán, de 26 años, había sido detenido horas antes asaltando una casa en el Estado de México.
Durante el interrogatorio, el chico había confesado que tenía un botín de artículos electrónicos en su cuarto que habían sido robados en otros atracos. La señora Estela intentó que le dijeran dónde estaba detenido, que su hijo sólo era taxista, pero a los agentes nada les importó. Se subieron a dos combis blancas y se marcharon con fayuca en las manos. Desde ese día, Estela empezó la búsqueda de su hijo.
Primero, recorrió los centros de detención de la ciudad y, cuando no lo encontró, pagó un desplegado durante ocho días en un periódico con su foto. Hasta que el 3 de julio de ese 1981 recibió otra llamada telefónica al restaurante. Era la voz de un hombre: “¡Ya deje de chingar con lo de Armando, el muchacho pronto va a regresar!”.
Seis meses después, el 15 de enero de 1982, la señora Estela vio en un kiosco un periódico con un titular espantoso: en los márgenes del río Tula aparecieron flotando siete cuerpos golpeados y mutilados, irreconocibles para todos, menos para la señora Estela, que creyó ver a su hijo Armando en las fotos de esos cuerpos que ya no tenían vida.
Durante cinco días fueron apareciendo más cuerpos en la última compuerta del drenaje profundo a orillas del río Tula, en el pueblo de San José Acoculco, Hidalgo. Hasta sumar 12. Los medios bautizaron el hallazgo como la “matanza del río Tula”. Y durante dos años la policía evitó realizar la investigación.
Hasta 1985 la señora Estela conoció finalmente la razón: los cuerpos que se encontraron en el río eran originarios de Colombia, parte de una supuesta banda de asaltantes a quienes les chofereaba su hijo. Fueron detenidos, uno a uno, y recluidos primero en hoteles, casas de seguridad, en las oficinas de la Policía Montada y en el pabellón psiquiátrico del penal de Santa Martha Acatitla, donde fueron torturados para que confesaran dónde habían escondido un botín de 120 millones de pesos.
Cuando entregaron el dinero, los sacaron del penal y fueron ejecutados por miembros del Grupo Jaguar, una división de la policía secreta que respondía al general Francisco Sahagún Baca, titular de la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD); por cierto, primo de Martita Sahagún de Fox.
La DIPD era parte de la Dirección General de Policía y Tránsito, que entonces dirigía Arturo ‘el Negro’ Durazo, un funcionario conocido durante su gestión por sus actos de corrupción y violaciones a derechos humanos.
Esta es una colaboración de ARCHIVERO para DOMINGA, que reconstruye este caso gracias a la desclasificación de expedientes olvidados entre cajones y viejas oficinas públicas. Casos como éste revelan que en México la verdad oficial está en obra negra.
Un joven lleva a unos colombianos a Garibaldi
Desde hacía unos años Armando Magallán trabajaba de taxista conduciendo un Rambler del año 70, que le rentaba a una señora llamada Isabel. Su muchacho le prometió a Estela que con su trabajo pronto le iba a comprar una casa, para que por fin dejaran el departamento de la calle Costa Rica.
Pero a inicios de mayo de 1981, Armando empezó a cambiar: dejó de ir a dormir a casa o llegaba hasta las 6 de la mañana. Extrañada, le preguntó qué estaba haciendo y éste le contó que unos amigos colombianos lo habían contratado para conocer la ciudad. En junio, Estela conoció a tres de ellos. Un día que regresó de trabajar los encontró en casa.
Estaban tomando unos vinos e incluso la invitaron a la plaza Garibaldi a cenar. Pero ella se negó y el único que aceptó fue otro de sus hijos, Arturo. Ese día se tomaron una foto que ha quedado en el expediente. Los hermanos Magallán están sentados en una mesa con tres hombres que visten muy formales y posan con un vaso en la mano. Al reverso, una dedicatoria: “recuerdo de sus amigos con todo cariño, Lupo, Carlos y Carlos”.
Estela recuerda que, por esos días, también ocurrió un incidente familiar: Armando tuvo una pelea con su yerno, Jorge Arias Ángel y su hija Rebeca, quienes también vivían en el departamentito con sus niños. Los hijos despertaron a Armando y éste enfureció. Les dio 15 días para abandonar la casa porque no lo dejaban dormir. A la madre no le gustó la pelea pues sabía que su yerno trabajaba como mandadero de un comandante de la policía.
El 7 de junio, vio a Armando salir en el taxi, eran las nueve de la mañana. Su hijo dijo que llevaría a sus amigos colombianos a conocer el Estadio Azteca. “Ya no trabajes tanto, te va a hacer daño”, le diría su madre. Fueron las últimas palabras: no volvería a verlo. Al día siguiente ocurrió la llamada de su vecina, los policías cateando su casa. La zozobra.
En el expediente ha quedado asentado que, en agosto de ese año, la señora Estela presentó una denuncia formal en la Jefatura de la Policía de Tlaxcoaque. Fue la propia DIPD quien recibiría la denuncia, formalizada con el número 15434/81.
Los cuerpos que aparecieron estaban mutilados
El 11 de enero de 1982, a las 5:30 de la tarde, los campesinos de San José Acoculco los encontraron: los 12 cuerpos flotando en el canal de aguas negras en la salida del interceptor central. También alcanzaron a ver que a otros se los llevó la corriente.
A simple vista parecían todos hombres y tenían machetazos, balazos, quemaduras. Algo que compartían es que estaban amarrados de las muñecas con vendas elásticas. El reporte de los médicos forenses revela que antes de morir fueron torturados y después de su asesinato, probablemente mutilados. Les pusieron números. Cuerpo 1: sin cabeza y sin el brazo izquierdo desprendidos por machete. Cuerpo 2: sin brazo. Cuerpo 3: orificio de bala en la cabeza, quemaduras en las manos. Las descripciones son el recorrido por sus cuerpos y revelan lo que sufrieron antes de morir.
Los primeros siete cuerpos fueron trasladados al Hospital Civil de Tula y desde ahí las autoridades elaboraron los reportes que daban los primeros indicios: vestían ropa de buena calidad de “marcas colombianas”. Hasta el 15 de enero de 1982, los campesinos siguieron encontrando más cuerpos flotando en el Río Tula.
Las autoridades de Hidalgo le echaron la culpa a sus vecinos de la capital: aseguraron que los cuerpos habían sido echados en el desagüe desde el D.F y terminaron en su territorio. Por eso, entra en escena en este caso el coronel Francisco Sahagún Vaca, titular de la DIPD. Terminó involucrado en la investigación.
Su primera versión replicada por los medios a inicios de febrero, consignaba que ninguna de las víctimas era mexicana. Lo aseguraban porque las etiquetas de la ropa eran de marcas colombianas y guatemaltecas; también porque nadie había ido a reclamarlos. Incluso dijo que tenía la sospecha de que fueran guerrilleros de países sudamericanos, que hubieran sido asesinados por miembros de la ultraderecha, ante el peligro que representaban para la estabilidad de sus gobiernos.
Pero Sahagún Vaca nunca imaginó que entre los cuerpos estaba un chico mexicano, desaparecido, y cuya madre llevaba tiempo buscándolo por todos lados.
Reconocer el cuerpo de Armando en el anfiteatro
El día que Estela acudió a reconocer el cuerpo de su hijo llevaba una blusa de tela roja con puntos blancos, de esas que traen un moño amarrado al cuello. Una fotografía que se anexó al expediente revela que, por ese entonces, tenía el cabello corto con el volumen que se usaba en los años ochenta. Tiene la mirada fija a la cámara, retadora.
En enero de 1982 llegó al anfiteatro de Hidalgo y le mostraron las fotografías de los cuerpos de hombres que ‘no’ eran su hijo. Pidió ver ese cadáver que reconoció en el periódico, pero le dijeron que estaba muy descompuesto. Ante su insistencia le solicitaron un documento donde aparecieran las huellas dactilares de su hijo. Al día siguiente, regresó acompañada de la novia de Armando, Martha, quien guardaba su cartilla militar. La señora esperó durante semanas los resultados que finalmente confirmaron lo que temía.
Por esos días un comandante de la DIPD, José Luis Licona, fue a su casa de la calle Costa Rica y llevó a doña Estela a las oficinas de Tlaxcoaque, donde la interrogaron. El caso se fue al archivo. Esporádicamente aparecían declaraciones de Sahagún Vaca con supuestos avances. La realidad es que fue hasta 1984 cuando la oficina de la Interpol en México, liderada por Jorge Aldana Ibarra, la retomó en forma.
La Interpol armó el caso del río Tula
La vecina de Estela, María Luisa, quien sin querer daría la pista a la Interpol para esclarecer el caso de la matanza de Tula: reveló que el día del cateo de 1981, desde la calle y agazapado en un poste estaba el yerno de Estela, Jorge Arias Ángel, lo que le pareció muy raro: ¿Por qué no subió?
En la colonia todos sabían que trabajaba para la DIPD como mandadero del comandante Raúl Chávez Trejo, encargado del Plan Tepito, un programa con el que pretendían controlar la venta de fayuca en la zona. Durante los interrogatorios distintos miembros de la familia de Armando fueron dando más pistas que apuntaban hacía él. La señora Estela revelaría que, por esos días, le preguntó a su yerno por qué no subió durante el cateo. Jorge le respondió que eso era mentira de su vecina.
Estela recordó que, durante la desaparición de su hijo, el yerno le prometió que le pediría ayuda a su jefe. Luego, también le dijo que a Armando lo había agarrado un grupo que se llamaba “Jaguar” y que no se preocupara porque de seguro “no aparecía porque estaba muy golpeado y que luego lo iban a dejar salir”.
Sin embargo, sería Rebeca, la hermana, quien daría una frase demoledora: “A ese ya ni lo busquen ya se lo echaron”, le dijo su esposo un día. Otra sería la señora Isabel, la dueña del taxi en el que desapareció, quien contó que un día se encontró a Jorge y le dijo “a sangre fría” que a Armando “ya lo habían matado”.
La Interpol armó la historia final: en venganza por el pleito familiar y para intentar quedar bien con el comandante Raúl Chávez, Jorge le contó sobre actividades sospechosas de su cuñado con algunos colombianos, de cómo había estado llevando dinero, alhajas, aparatos electrónicos y un millón de pesos a la casa de su madre Estela.
La participación del ‘Negro’ Durazo
A mediados de 1981, cuando fue informado del asunto, ‘El Negro’ Durazo dio instrucciones a Sahagún Vaca para investigar el caso. Entonces, el titular de la DIPD encomendó la misión a Rodolfo Reséndiz Rodríguez ‘el Rudy’, comandante del Grupo Jaguar. Sabríamos entonces que quienes estuvieron en el cateo sin orden judicial fueron ‘el Rudy’, Fernando Durruti Castillo ‘el Flaco’ y Luis Gamboa Cruz ‘el Terremoto’.
Durazo y Sahagún Baca ordenaron la detención de los presuntos colombianos entre junio y julio de 1981 y fueron detenidos en el Hotel Panorama y en el Hotel Costa Rica; después fueron trasladados al campo de prácticas de la policía en la colonia Balbuena y a las caballerizas de la Policía Montada, donde fueron torturados.
Después, estuvieron en una cárcel clandestina en Avenida de las Torres, en la colonia Viaducto Piedad. Cuatro de ellos estaban muy lastimados por la tortura, así que decidieron trasladarlos al pabellón psiquiátrico del penal de Santa Martha Acatitla, donde permanecieron incomunicados.
Entre el 10 y el 13 de enero de 1982, es decir medio año después de las primeras desapariciones, Rodolfo Reséndiz los sacó del penal y los hizo subir a dos camionetas. Llegaron hasta la Lumbrera 8 del Emisor Central del drenaje profundo del Distrito Federal, una cascada subterránea. Les desataron los pies y los ejecutaron extrajudicialmente. En el lugar donde sus cuerpos fueron arrojados había una red de alambres de púas para evitar el paso de desechos: por eso los cuerpos estaban mutilados.
Un expediente en el Archivo General de la Nación también revela que, durante los interrogatorios de la Interpol, distintos miembros de la DIPD fueron torturados para obtener estas declaraciones.
Francisco Sahagún Baca, el titular de la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia escapó del país y la última pista que tuvo la Interpol fue que estaba escondido en España. Hasta el día de hoy, no se conoce con exactitud cómo ocurrió la matanza de Tula y tampoco la identidad de las víctimas, asegura el Mecanismo de Esclarecimiento Histórico en un informe. Hasta el día de hoy Sahagún Vaca continúa prófugo de la justicia.
El Negro Durazo escapó ese año de México y dos años después fue capturado en Costa Rica por contrabando, evasión fiscal, extorsión, acopio de armas y abuso de autoridad. Por las circunstancias de su extradición –sólo se podía juzgar a un “presunto delincuente” por los delitos de su extradición– no pudo ser acusado por la masacre del Río Tula, dice el Mecanismo. Durazo fue juzgado en 1986. Tras ocho años en prisión fue liberado por buena conducta y falleció en 2000 en su mansión con vista al Océano Pacífico.