Desclasificados

La bruja del caso Ruiz Massieu: el expediente de un asesinato

En este reportaje, Archivero se encargó de la desclasificación de los expedientes y archivosPublicado originalmente en la edición 227 de la revista Gatopardo.

Texto de Laura Sánchez Ley y Alejandra del Castillo
Fotografía de Souleyman Messalti

Tiene un lunar en la frente, enmarcado por las cejas y una cabellera alta que se sostiene con una lata de espray. Ese lunar es una especie de tercer ojo que hace más creíble su personaje de bruja, la que hace limpias, la que invoca a su guía John F. Kennedy. La visitaban políticos mexicanos en situaciones difíciles; le solicitaban consejos, además de protección. La Paca, la llamaron, pero Francisca Zetina es su nombre. Esta es la historia de la invención de una bruja, un asesinato político, una desaparición, el enredo de dos amantes, una traición en los círculos más altos de la política y una investigación que llegaría hasta sus últimas consecuencias, aunque una bruja dictara los caminos de la justicia. Esa bruja, la Paca Zetina, sabía más de lo que se podía obtener en las investigaciones y pesquisas. Esa bruja era, probablemente, la persona que podría articular las piezas sueltas de la investigación más turbia de finales del siglo XX.

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Un Buick color gris inició la marcha frente al número 3 de la calle José María Lafragua, en la colonia Tabacalera. José Francisco Ruiz Massieu, prominente político mexicano, secretario general del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el partido del presidente de México, se retiraba de un evento del poderosísimo Frente Nacional de Organizaciones Ciudadanas, la institución que agrupaba a la burocracia mexicana y que cada elección les daba millones de votos. Se subió apresurado a su vehículo, pero no podía hacer mucho, el paso era lento debido a ese tránsito que ahogaba todas las mañanas al entonces Distrito Federal de 1994, hoy Ciudad de México. “¡A ver si llegó al IFE!”, le dijo con su voz nasal a Heriberto Galindo Quiñones, un compañero del partido, mientras intentaba arrancar.
Ruiz Massieu quedó detenido entre los cláxones de los automóviles de conductores alterados, con mucha prisa; los puestos de comida que ofrecían algo para el desayuno; los periódicos de la señora María, que dedicaban sus primeras planas al presidente Carlos Salinas de Gortari y a la crisis económica, y el cajón del señor Jaime, que ofrecía una boleada rápida para el camino. Nunca nadie vio acercarse a Daniel Aguilar Treviño, un joven flacucho y moreno, desgarbado, de cabello y ojos negros. Entonces tenía veintisiete años, vestía una chamarra negra, pantalones de mezclilla y zapatos deportivos. Según la prensa, la mañana de aquel 28 de septiembre, compró el periódico; a las 9:25 alcanzó a ver a Ruiz Massieu sosteniendo el volante, intentando maniobrar su carro de lujo, atascado en el tráfico que le impedía llegar a su siguiente reunión.
Aguilar Treviño apresuró el paso hacia la ventana del conductor y sacó de su ropa una subametralladora Intratec, modelo TEC-9, calibre nueve milímetros, un arma militar. Rápidamente apuntó a la cabeza de su objetivo, pero las manos le temblaron y eso provocó que lanzara un tiro equivocado al cuello. Intentó accionarla nuevamente, sacudiéndola al aire, como quien le pega a una televisión vieja para devolverle la imagen. Pero al ver que no podía disparar, dejó caer el arma a unos metros de ahí. Aguilar Treviño corrió a empujones entre la multitud e intentó llegar al Paseo de la Reforma. El auto había quedado atrás y todos los que estuvieron aquella mañana en la Tabacalera alcanzaron a ver por la ventana destrozada del Buick a Ruiz Massieu, tumbado sobre el asiento de junto.
Más allá de la escena, José Antonio Rodríguez, un policía bancario, corría detrás de Aguilar Treviño: “¡Alto, alto! ¡Te voy a disparar!”, le gritaba. Pero este no detuvo la carrera hasta que el policía logró jalonearlo de la ropa y detenerlo. Unos segundos después, dos ayudantes del secretario general del PRI también se le echaron encima y entre los tres lo entregaron a la Policía Judicial Federal.
Aguilar Treviño fue trasladado a los separos de la Procuraduría General de la República (PGR), donde mintió sobre su origen y nombre, pero pronto se conoció su historia. Era originario de un rancho en Tamaulipas, llamado Ejido Corralejo, a ochenta kilómetros de la capital del estado. Desde jovencito había vivido la pobreza y cada año se cruzaba sin papeles a trabajar en la pisca de frutas a Estados Unidos. Según Jovita, su madre, Aguilar Treviño había estado muy mortificado en las últimas semanas porque no encontraba trabajo y estaba a punto de casarse con Lidia Margarita, su novia de diecisiete años. Tres semanas antes del asesinato, Carlos Cantú Narváez, un amigo del rancho, le contó que un hombre importante llamado Fernando Rodríguez González, un político de la capital, le había ofrecido un trabajo con el que ganarían cincuenta mil pesos. Para él, que no sabía leer ni escribir y que vivía en una casita de un cuarto, esa cantidad le resultaba una fortuna.
El día en que Aguilar Treviño le disparó a quemarropa a Ruiz Massieu, la historia del PRI comenzaría a fracturarse hasta provocar una lenta pero anunciada caída. En esta historia de traiciones y ostentación del poder, una investigación sería resuelta por una bruja, pero dejaría hasta hoy un final sin respuestas.

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El país era otro en 1994, el México del “¡sí, señor presidente!”, gobernado por una figura incuestionable. Carlos Salinas de Gortari había sido elegido por el PRI, un partido que había gobernado al país sin transiciones democráticas por 65 años. Hasta entonces no se conocía un México sin este partido. Pero, por primera vez, los mexicanos estaban enojados con el PRI. El asesinato de José Francisco Ruiz Massieu era el último de una serie de homicidios de prominentes actores públicos. En 1993, un cardenal llamado Juan Jesús Posadas Ocampo había sido asesinado en un enfrentamiento cruzado entre narcotraficantes y, en marzo de 1994, el candidato a la presidencia y futuro sucesor de Salinas de Gortari, Luis Donaldo Colosio Murrieta, también fue ultimado a balazos por un “asesino solitario”.
Salinas de Gortari, brillante y paternalista, decidió colocar a Mario Ruiz Massieu como subprocurador general para esclarecer el asesinato de su hermano mayor. Desde las primeras horas de la investigación, apuntó su hipótesis hacia un crimen que habría sido fraguado al interior del partido mismo. Y el 11 de octubre parecía comprobarlo.
La Policía Judicial Federal detuvo a Fernando Rodríguez González en una ranchería de Zacatecas, donde empieza el norte del país, en un operativo con helicópteros. Rodríguez González había sido señalado por Daniel Aguilar Treviño como su patrón. Resultó tan importante que era secretario técnico de la Comisión de Asuntos Hidráulicos de la Cámara de Diputados, controlada por el PRI. Según las primeras investigaciones, ya había estado inmiscuido en otros delitos menores relacionados con estafas a empresarios y defraudación fiscal. “Era ambicioso, alcohólico, corrupto y ratero”, dice uno de los exintegrantes de la fiscalía que aceptó hablar, aunque pidió reservar su identidad, aún por temor.
Aguilar Treviño también había señalado a Jorge Rodríguez González, hermano de Fernando, como la persona que lo había contratado. Jorge fue detenido el 30 de septiembre de 1994 y en sus declaraciones dijo seguir las instrucciones de su hermano. Fernando sería el eslabón para llegar a alguien más: Manuel Muñoz Rocha, un congresista tamaulipeco que comandaba la operación del homicidio.
Era un hombre canoso desde muy joven, muy alto y de ceño fruncido. Muñoz Rocha tenía 48 años y nunca figuró en puestos importantes, sino que fue asignado a cargos menores por las élites políticas del PRI, acostumbradas a hacer a un lado a los políticos del interior de la República. Estudió en escuelas de influencia religiosa en su natal Ciudad Victoria, y de 1965 a 1970 se trasladó a la capital para cursar la carrera de Ingeniería Civil en la UNAM. Ahí conoció a Raúl Salinas de Gortari e hizo amistad con él. Ocupó cargos pequeños y terminó por regresar a Tamaulipas, donde tuvo más suerte en el área empresarial. Insistió en la política y se desarrolló en diferentes puestos en la Secretaría de Fomento Comercial, Industrial y Turístico, ahí recuperó su relación con Raúl Salinas de Gortari y pudo posicionarse mejor después del triunfo de su hermano a la presidencia.
De 1989 a 1991, Muñoz Rocha fue gerente regional de Banrural, una financiera de crédito para el desarrollo del campo. Luego aspiró a la gubernatura de su estado, pero tuvo que conformarse con una diputación. Coordinó la fracción tamaulipeca por un periodo corto y, en marzo de 1994, lo nombraron secretario de la Comisión de Asuntos Hidráulicos, donde Fernando Rodríguez González fungía como secretario técnico.
Los implicados en el atentado a José Francisco Ruiz Massieu declararon que Muñoz Rocha les había informado, desde diciembre de 1993, “que en 1994 había que propiciar una serie de sucesos de tipo político que causaran un gran movimiento e inquietud en el país”, así lo cuenta Mario Ruiz Massieu en el libro Yo acuso. Denuncia de un crimen político (Grijalbo, 1995). El primer suceso sería el atentado contra José Francisco.
Pero los pasos de Muñoz Rocha se desvanecieron antes del asesinato. Marcia Cano, la esposa, no supo más de él desde el 27 de septiembre, un día antes del atentado. En los primeros días de octubre, los diarios mostraron su rostro e incluso señalaron la existencia de una recompensa. Fue así como se emprendió una búsqueda por todo el país y Estados Unidos para encontrarlo. Todos los esfuerzos, sin embargo, fueron inútiles.
Casi dos meses después, aún sin detener al supuesto autor intelectual del crimen, Mario Ruiz Massieu renunció a las investigaciones el 23 de noviembre de 1994.
“Tuve que enfrentar al PRI y lo hice, sin embargo, pudo más la clase política priista que la voluntad de un presidente, pudo más la clase política priista que la decisión de un presidente, pudo más la clase política priista que la justicia y la verdad que buscaba un presidente”, lo expresó en un discurso hacia el presidente Carlos Salinas de Gortari. “Los demonios andan sueltos y han triunfado”, fueron sus últimas palabras en el cargo.
El 1 de diciembre de 1995 llegó un nuevo presidente. Ernesto Zedillo, antiguo coordinador de campaña de Colosio. A Colosio y Ruiz Massieu se les reconocía por las ideas renovadoras y de cambio. Sin embargo, en los acontecimientos de sus homicidios había una profunda evasiva de la clase política por llegar a la verdad. En medio de esta matanza, dos pilares políticos del partido caídos, Zedillo aceptó la banda presidencial. El nuevo presidente quería tomar “sana distancia” de sus viejos compañeros y en un acto de corrección política designó a un nuevo procurador y, por tanto, cabeza de las investigaciones: Antonio Lozano Gracia, congresista del Partido Acción Nacional. Lozano Gracia, dispuesto a esclarecer los asesinatos de una vez por todas, nombró encargado de esta investigación a un conocido que ascendió desde las alcantarillas de la policía del Distrito Federal, un antiguo mecanógrafo de la fiscalía capitalina: Pablo Chapa Bezanilla, quien estaba decidido a trascender. Y lo hizo: en cosa de unos meses resolvió los dos crímenes más dolorosos del priismo. Sobre la muerte de Colosio aseguró que hubo un complot de cinco personas contra el candidato. Y sobre el asesinato de Ruiz Massieu se armó un drama que ni el guionista de una telenovela se hubiera atrevido a contar.
—De José Francisco se decían muchas cosas que también vincularon a [Raúl] Salinas. Como que la relación con Adriana [esposa de Ruiz Massieu y hermana de Carlos y Raúl Salinas de Gortari] era malísima, y que lo encontró en una situación incómoda con otro hombre. Eso yo sé que es mucho chisme de lavadero —admite Juan Ignacio Zavala, quien fue vocero de la PGR en ese entonces.

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Para el caso Ruiz Massieu, la subprocuraduría de Lozano Gracia encontró a un testigo clave: el doctor Manuel Espinosa Milo, compadre de Manuel Muñoz Rocha. El día del asesinato, Muñoz Rocha se sintió mal de salud y fue a ver a su amigo al estado de Pachuca, donde vivía, por un dolor en el riñón, pieza clave de la novela policiaca: un padecimiento congénito, una enfermedad renal poliquística. El 28 de septiembre de 1994, el día del asesinato, Muñoz Rocha, en casa de Espinosa Milo, le pidió usar el teléfono de la propiedad, se encerró en su oficina e hizo dos llamadas: una a su asistente y otra a Raúl Salinas de Gortari, antiguo compañero de la UNAM y quien poseía el poder de ser el hermano del presidente en turno. En noviembre de 1994, la revista Proceso nombraría a Raúl como “El hermano incómodo”, y, a pocos días de concluir el sexenio, las páginas del semanario lo acusarían de “tráfico de influencias, negocios ilícitos, complicidades, beneficiario de la privatización bancaria”.
Pero volvamos a Muñoz Rocha. Según la versión que el médico relató a la subprocuraduría, dentro del expediente SE/002/95-01, al día siguiente lo condujo de vuelta al Distrito Federal y durante el trayecto le platicó que iría a buscar a Raúl Salinas de Gortari para que lo ayudara a solucionar un problema. Luego, le pidió el auto prestado, que dejó en el restaurante Excellence, en Lomas de Chapultepec, para que lo esperara. Pero Muñoz Rocha nunca volvió y nadie lo volvería a ver después de ese 29 de septiembre.
Pablo Chapa Bezanilla aseguró tener evidencias suficientes para demostrar que Raúl Salinas de Gortari asesinó a Muñoz Rocha en uno de los domicilios desde donde este operaba, y la razón era siniestra: le había hecho el trabajo sucio al asesinar a José Francisco Ruiz Massieu. Él había estado casado con Adriana Salinas de Gortari, y Raúl estaba enfurecido por cómo había ocurrido el divorcio, según cuenta Juan Ignacio Zavala, exvocero de la PGR. El hermano del presidente fue detenido el 28 de febrero de 1995, sacado de casa de Adriana, en la colonia Las Águilas, donde lo habían citado para colaborar en los casos Colosio y Ruiz Massieu. De principio, le dijeron que sería trasladado a la PGR; sin embargo, fue llevado directamente a Almoloya de Juárez, el penal de máxima seguridad en México, saltándose los procesos judiciales. Uno de los priistas más poderosos de la historia había caído.
En medio de una investigación en curso, en septiembre de 1995, Chapa Bezanilla obtendría un testimonio más: el de una mujer llamada María Bernal, una joven española vendedora de ropa que aseguraba ser amante del hermano del expresidente. Bernal le dijo que, el 26 de agosto de 1994, Raúl Salinas le confesó, subido de copas, que matarían al exesposo de su hermana. “No, María, tú conoces al exmarido de mi hermana, pues ese cabrón se va a morir muy pronto y ya está todo listo —Bernal lo desconoció y lo cuestionó, pero él continuó—, el muy desgraciado es quien es por mí y ya me ha hecho muchas malas jugadas”, dijo Bernal en sus memorias, Raúl Salinas y yo. Desventuras de una pasión (Océano, 2000), un libro que hoy solo es posible conseguir en alguna librería de usado.
En 1992, Bernal trabajaba en Sevilla para una exclusiva boutique de alta costura para caballeros. Al llegar a la entrada de la tienda se encontró a un hombre desvanecido y presuntamente en estado de ebriedad. Bernal lo auxilió con un vaso con agua y luego café. El hombre le contó que su estado se debía a “un problema matrimonial”. Ese hombre era Raúl Salinas de Gortari. Él se compraría un cambio de ropa y zapatos a la medida. Aunque el traje más barato en ese entonces era de mil dólares, ya le habría informado a Bernal que no importaba el dinero porque “él era multimillonario”. Al despedirse, le dijo que ella era su ángel de la guarda y le dejó todos sus datos. A los dos días siguientes la llamó, se vieron por segunda vez un mes después y, para septiembre del mismo año, Bernal estaría llegando a México para reunirse con él.
Decía que estaba enamoradísimo y se casaría con ella. Así fue como comenzó una historia de amor y desventura. A esta mujer rubia, de cabellera a lo Brooke Shields, la prensa la reduciría a “la amante” de Raúl Salinas de Gortari.
Para Chapa Bezanilla, la historia se fortalecía mientras más personajes se enredaban en la trama.

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A principios de 1995, una mujer de nombre Francisca Zetina, de 46 años, había sido detenida en Iztapalapa, una zona popular al oriente del Distrito Federal, acusada de un despojo. Según investigadores del caso, antes de que le dictaran auto de formal prisión, Zetina los amenazó en los separos de la procuraduría capitalina: “¡Miren, hijos de la chingada, yo soy gente de Raúl!”. Los ministerios públicos se comunicaron hasta la oficina de Pablo Chapa Bezanilla, deseosos de colaborar con el caso. Este, un Sherlock Holmes mexicano, intrigado por la historia, pidió que le llevaran a Zetina y ella le soltó todo: durante años había sido la bruja de Raúl Salinas de Gortari.
Un periódico apilado en la Hemeroteca Nacional de México, donde el papel casi se deshace en los dedos, el diario La Jornada, señala la estrecha relación que forjaron Zetina y Chapa Bezanilla. Él la visitaba y se cree que, en alguna de esas reuniones, se pudo fraguar la trama en la que más adelante ella se vería involucrada. Zetina, mejor conocida como la Paca, apodo que utilizaba con sus clientes, también se hizo cercana de María Bernal. “la Paca era la bruja de Raúl, pero se encariñó con ella, la defendía”, recuerda Marcia Cano, esposa de Manuel Muñoz Rocha. Bernal decía que la Paca tenía unas magníficas habilidades esotéricas que se enfocaban en el bien y, aunque el hermano del presidente le pedía hacer el mal, nunca aceptó hacer ese tipo de encargos. La Paca siempre estuvo del lado de Bernal, aun sin conocerla: al político le predijo que debía quedarse con la española y no casarse con su futura esposa, Paulina Castañón. Así lo contó Bernal en su libro.
La prensa, en un festín amarillista, la llamó “vidente”, “hechicera”, “a punto de ser auténtica ‘bruja’”, y aseguró que practicaba el vudú, la cartomancia y la astrología. “Videntes son piezas clave en la investigación”, “Francisca Zetina era la chamana de Raúl”, se leía en los periódicos de la época.
—Dijeron de todo, pero yo me acuerdo de ella así, gordita, morenita, era retraída, pero luego se volvía muy violenta. Peleaba y gritaba que estaban violentando sus derechos. Pero la verdad, para mí, no tenía características de bruja, a lo mejor en su conocimiento ella se sentía hechicera, pero la verdad no, ¿eh?, yo creo que era curandera. La vida real… es una telenovela —recuerda, desde su oficina al sur de la Ciudad de México, Guillermo Narváez, uno de los abogados involucrados en el caso.

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Es 2023. Estamos en Lomas de Santa Cruz Meyehualco, en Iztapalapa, siguiendo las pistas que decían que Francisca Zetina había vuelto tras salir de la cárcel el 9 de abril de 2008. Las notas viejas de la Hemeroteca señalan una dirección, y la brújula indica una pequeña iglesia cristiana de barrio. Al llegar, identificamos una casa gris. Tiene un tendedero con ropa en la azotea, parece estar habitada. Aquí vivió antes de ir a la prisión.
De su presencia las habladurías dicen: “Siempre he escuchado que hace limpias y no sé qué, ella invoca otras cosas, según eso es lo que se sabe”. Dicen que “hacía maldad”, cuenta un vecino, Miguel, que tuvo un conflicto con ella porque se negaba a que el drenaje pasara por medio de su casa. Ese conflicto vino antes de que él supiera a lo que ella se dedicaba y los vecinos le advirtieran de sus brujerías.
—Pero a mí no me da miedo —confiesa—. Hay que armarse de valor y encomendarse a Dios. Yo sé a quién creer. En Jesús, que vino a la tierra a salvar a toda la persona que se estaba perdiendo.
Miguel recuerda los días en que gente de la PGR custodiaba el domicilio.
—Aquí estaban los judiciales. Los dejamos entrar aquí [a la iglesia]. Ellos buscaban dónde entrar al baño, ‘asombrarse’ tantito, y el pastor que estuvo aquí les dijo: “Pásense”.
Cuenta que la recuerdan cargando con ramos de hierbas aromáticas que utilizaba para las limpias y que la gente la consultaba a través de la práctica de rituales.
En la misma calle, sobre una de las fachadas, se yergue una pintura de Belial, uno de los siete reyes del infierno, cuyo nombre significa “ganancias corruptas”. En la esquina y sobre la banqueta hay un altar con cuatro estatuillas de san Judas Tadeo, todas ellas enfiladas como un pequeño ejército para los casos imposibles.
Zetina ya no vive en esta casa. Podría invocarse a los espíritus para encontrarla, pero los barrios de Iztapalapa mantienen los ojos abiertos. Las leyendas y lo que dicen de ella marcan una nueva dirección. Hay que seguir unas instrucciones muy sencillas, ubicar una panadería, luego una estética, por ahí preguntar, porque todos conocen de la señora Zetina. Preguntamos en un puesto que vende cacharros y peluches, y también en otro de frutas. Dicen que solo conocen a una Francisca, la que vive justo en la casa de enfrente.
Es una casa azul. Existe un timbre que seguro no llama, una puerta de metal blanca que puede ser muy prudente ante el golpe o muy escandalosa a la insistencia, pero solo el silencio es la respuesta. La calma de lo que ahí sucede es aparente y se guarda como un secreto a la vista de todos. En el primer piso hay una ventana grande, que se integra por tres corredizas, y cada una lleva un triángulo. Son marcas que se han hecho con la mano sobre la superficie de un vidrio polvoso. Aunque desconocemos qué intención tienen las figuras geométricas, el triángulo nos recuerda al Ojo de la Providencia, el ojo que todo lo ve, que está presente en los templos de los espiritualistas trinitarios marianos.
La espera ahí afuera es larga, pero pronto el sonido de una ventana que se corre nos pone en alerta. Ahí está: la Paca.
Es una mañana de agosto de 2023. Aunque ha tardado en responder, aparece maquillada, como si estuviera lista para una entrevista en televisión. Ronda los 74 años y viste una bata. Lleva el copete alto, como en los videos de hace casi treinta años, en los que afirmaba que estuvo en la finca de Raúl Salinas de Gortari, y sus canas distinguen el paso de los años. El lunar entre sus cejas es inconfundible y un imán a la mirada.
No atiende el llamado de buena gana, está molesta porque la hemos interrumpido. No se toma el tiempo de escuchar.
—Buenos días, señora Francisca, nos gustaría mucho poder platicar con usted de…
—¡Qué, ustedes no tienen nada que hacer!
Y nos corre como quien despide a un espíritu chocarrero.
La Paca cierra la ventana y desaparece entre las plantas del segundo piso de su casa, mirándonos de reojo con un dejo de desprecio.

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Marcia Cano, esposa de Manuel Muñoz Rocha, antes de que las autoridades anunciaran la desaparición de su marido, ya lo presentía: había sido asesinado. A su hija Ana le dijo:
—Se lo llevaron y lo mataron. Ya no tenemos nada que hacer.
Estoy en la sala de Cano, en su casa de Ciudad Victoria, Tamaulipas. Lleva un vestido de lino blanco, sandalias plateadas y el cabello perfectamente recogido. Aunque cumplió 75 años parece mucho más joven. La acompaña su hijo Manuel Muñoz, un político que lleva el mismo nombre de su padre y quien, por cierto, no milita en el PRI, sino en el Partido Verde Ecologista de México. Es la tarde de un lunes de septiembre de 2023.
—Pues a mi papá lo mataron, ¡eh! —se adelanta el hijo a su madre, quien prende el primer cigarro de una cajetilla, que le durará poco.
Ella no sabe cómo explicarlo, pero eso sentía, que había muerto desde el momento en que no supo más de él. Era el culpable perfecto para el Estado: un hombre de perfil bajo y bien disciplinado con las prácticas del viejo PRI, y ella, una mujer astuta y norteña, durante los veinte años que estuvo casada con él se acostumbró a observar la danza de los círculos de poder: sabía lo que venía. Desconocía si era culpable o no, pero sabía que de ahora en adelante dependía de ella la supervivencia de su familia. Sus presentimientos se materializaron días después, cuando fue invitada a visitar al procurador de la República.
Muñoz Rocha dejó dos cartas. Con la primera se despedía de su hijo Manuel; la segunda estaba dirigida al procurador, confesando el crimen, pero hay detalles, señala la esposa, que le hacen ver que la carta no la había escrito él: la firma era una calca de la primera misiva.
—Era una carta escrita a máquina, una máquina vieja, toda mal, estaba mal escrita, con faltas de ortografía, donde él dice que es el causante, que él mató a este señor, y dije: “¡Ah carambas!, esta carta para mí la escribió un chino, licenciado, porque no entiendo nada de lo que está diciendo, y toda esta gente que dice aquí, no la conocemos”.
Dice que Muñoz Rocha era obsesivo con la ortografía. La carta era inventada, alguien la había plantado, asegura.
Durante los meses que siguieron, ella y sus tres hijos fueron acosados por las autoridades federales. Aún recuerda cómo los judiciales intentaron llevarse a su hija Marcia de la escuela. “Dice tu mamá que te vayas con nosotros”, le dijeron. También le duele que la hicieron ver “como una idiota”. Los agentes que catearon su casa incluso le sembraron drogas en el despacho, cuando ella, astutamente, se había encargado de limpiarla de cualquier cosa que pudiera incriminarlo. Pero no tenía opción, le dijeron que la droga podía ser de su esposo o asentar en actas que era de su hijo, entonces de veinticuatro años.
—Recuerdo que empiezan a llegar los periodistas y me preguntan: “¿Usted tenía droga en su casa?”. Y yo con cara de idiota, porque no pude poner otra cara, pasando como cochina, irresponsable, como traficante, no sé cómo decirte, porque tenía que aceptarlo.
Era octubre de 1996. Cano no se sentía muy bien y había ido a llorar con su hermana a Monterrey. No acostumbraba hacerlo frente a sus hijos porque ya una vez los había visto muy mal. Venía manejando en carretera de regreso y se soltó a llorar de nuevo sin que tuviera una razón. Lo que sentía era una opresión en el pecho. Llegó a casa y sonó el teléfono. La noticia le llegaría con una llamada telefónica de un reportero de TV Azteca.
—Perdóneme, ¿dónde está la casa de Muñoz Rocha en México? —le preguntaron—. Es que ahí encontraron un muerto.
—Para empezar, [él] no tenía casa en el D. F. —contestó irritada—; en segundo, tiene dos años muerto, no sé de qué me está hablando. ¡Está meando fuera del hoyo porque aquí nadie le va a decir! —explotó.
La llamada la llevó a prender la tele y vio que estaban buscando a Muñoz Rocha en El Encanto, el rancho de descanso localizado en la zona de Contadero, en Cuajimalpa, y que era propiedad de Raúl Salinas de Gortari. Ella cree que esa era la razón por la que lloraba anticipadamente. Y aquella fue una noche del infierno, se llevaba una almohada a la cara para no gritar. Temblaba de la angustia. Cano sentía que ahí estaba Muñoz Rocha.
Al día siguiente de la escena en la televisión, Pablo Chapa Bezanilla la llamó. Antes de que le diera cualquier información, preguntó:
—¿Qué pasó, licenciado? Ya lo encontraron, ¿verdad?
—Bueno, encontramos una osamenta, que posiblemente sea él —respondió.
—¡Sí es él, licenciado! ¡Sí es él!
A Cano le cambió la suerte en 1996. “Fueron unos ángeles”, dice sobre la nueva fiscalía que encabezó Chapa Bezanilla. Le dieron la noticia que necesitaba, la que estaba esperando desde hacía dos años. La llamada de Chapa Bezanilla sucedió a las dos de la tarde y, para las seis, ella ya estaba llegando al Distrito Federal vestida de negro. Era su duelo. Para ella, el día en que encontraron la osamenta fue el día en que enterró definitivamente a Muñoz Rocha. Todos en la procuraduría le daban el pésame.
—¿Verdad que les dijo un soplón? —inquirió la viuda sobre quién les había revelado la ubicación de la osamenta.
—Bueno, es un informante —contestaron.
Luego vendría lo más difícil: identificarlo en el Servicio Médico Forense; sin embargo, cuando llegaron, los policías salieron del lugar y le dijeron que no había nada que identificar. Le habían sacado todos los dientes, le cortaron los dedos de las manos y los pies. Lo cortaron en pedacitos con una sierra, dice. Casi treinta años después, en un restaurante de San Ángel, en la Ciudad de México, Juan Ignacio Zavala, exvocero de la PGR y quien estuvo ese día en El Encanto, con una sonrisa grande, mientras se come un pan dulce, se sincera: el día que sacaron la osamenta tuvieron que ir a comprar charolas a un restaurante Vips, para poder enseñar el cráneo a la prensa.
El día de la inhumación en El Encanto también fue la primera vez que Cano vio a Francisca Zetina. Recuerda perfecto que ella y otras mujeres estaban sentadas en uno de los despachos de la subprocuraduría. A la primera que vio fue a María Bernal.
—Me paro enfrente y le digo: “¿María?”, mientras se levantaba para responder el saludo. “No te asustes, soy Marcia”.
Las mujeres se habían conocido años atrás, en la boda de Raúl Salinas de Gortari con Paulina Castañón. Sí, él había invitado a Bernal, la supuesta amante, a su boda.
Pero Cano no había visto que en un rinconcito estaba la Paca.
—Mira, te presento a mi comadre, la Paca —le dijo Bernal.
—Comparto sus sentimientos, señora —le respondió la bruja.
Cano arremete:
—Lo de la Paca fue una gran mentira, ¿por qué la Paca no dijo cuándo murió? Porque si la Paca fuera tan buena bruja, dos años atrás hubiera dicho que estaba ahí, no se hubiera tardado dos años… Bueno, es ilógico. Te digo, esto de la Paca fue una locura, una telenovela de terror… Vi una cantidad de historias de conspiración tremendas, lo que te cuento es poco. Esto fue una gran telenovela.
Ese día, en la PGR, Cano hizo una petición inusual: pidió que la dejaran sostener el cráneo de su esposo. Lloró y bromeó abrazando lo único que quedaba del hombre con el que estuvo casada más de veinte años y le dijo:
—Cuándo te ibas a imaginar que iba acabar hablando con tu cráneo.

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Francisca Zetina dijo a las autoridades que pertenecía al culto espiritualismo trinitario mariano, con 136 años de existencia, que reconoce a Roque Jacinto Rojas Esparza como su fundador. Los espiritualistas trinitarios marianos dicen ser un punto de encuentro entre el mundo material y el espiritual; que tienen relación con espíritus de muertos mexicanos, como Lázaro Cárdenas y Cuauhtémoc, con los que es posible entablar comunicación a través de médiums o videntes. Aunque no era mexicano, el guía de la Paca era John F. Kennedy, como lo hace saber en una carta dirigida a Raúl Salinas de Gortari mientras estaba en Almoloya y que la prensa de la época recuperó.
En la Ciudad de México se ubican seis templos, y cruzar sus puertas pareciera hacer un tránsito a otra época. El templo La Santísima Trinidad data de 1950 y se ubica en la calle de Adelina Patti, en la colonia Peralvillo. Ahí la gente llega los martes y viernes desde antes de las ocho y media de la mañana para hacer fila y esperar una ficha. Quienes acuden pueden ir por una consulta, una limpia y también para escuchar las cátedras. La búsqueda es encontrar una sanación de tipo espiritual.
El lugar es húmedo. Hay que rociarse un ungüento que huele a alcohol y hierbas. Un encargado va asignando turnos y cobra según los servicios. Treinta pesos la consulta, cincuenta la limpia. Además, hay que prever llevar una vela y agua. La consulta ocurre a los pies del altar. Un hermanito vestido con una túnica blanca y un cordón con tres nudos a la cintura está sentado en una silla de madera. Con una mano toma la de sus consultantes y con la otra sostiene un cuchillo que no detiene su giro. El hermanito, como entre ellos se llaman, tiene unos sesenta años. Comienza a hacer preguntas sobre medicamentos y estado de salud, luego sobre el trabajo y la ocupación.
Con un cuchillo, el hermanito dice que me limpiará la “pesadez y el estado de ánimo” y pedirá al padre santísimo que se abran los caminos. Prepara la veladora con agua bendita y un bálsamo, y limpia el cuerpo. El hermanito sugiere que no es la primera vez que solicito ayuda, pero indica que he pedido “otro tipo de ayuda”, y me dice sobre la preparación de la vela:
—Hay otras personas que las preparan para la maldición.
A lo lejos se escuchan los golpes de las ramas contra el cuerpo. Otro hermanito lleva a cabo las limpias en el primer nivel de la iglesia.
—¡No veas el ramo! —indica, y lo pone a los pies para pisarlo.
Parece que mirarlo puede devolver las energías negativas y la maldición. Luego, limpia las hierbas en el piso y deja ir al consultante con un espíritu renovado. Limpio.
Si Zetina tenía por costumbre hacer estas prácticas esotéricas con políticos, lo que tenía era acceso a información, tal vez a mucha información, porque las consultas parten de pedir algo, querer conocer alguna circunstancia, y la intención final podría ser la búsqueda de protección. El periodista José Gil Olmos, jefe de información de Proceso y autor de Los brujos de poder (Grijalbo, 2012), dice que recurrir a la brujería, el chamanismo, la videncia y los médiums es muy común en la política mexicana. No es algo que haya quedado atrás con los años, la práctica es actual. Los políticos piden “la asistencia, por así decirlo, de brujos y brujas, a los cuales les piden que les ayuden con alguna asesoría o alguna recomendación para tomar decisiones”, y aquí, Olmos apunta algo importante: esas decisiones pueden ser “públicas y de gobierno”.
La forma en la que Zetina llega a esta historia tiene muchas versiones, pero la historia de ese vínculo se cuenta ocho años antes del asesinato de José Francisco Ruiz Massieu, desde que Raúl Salinas de Gortari la consultaba, y habría llegado a ella gracias a la referencia de Ofelia Calvo, su secretaria.

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El pasado de Francisca Zetina no era solo esotérico. Hasta 1990 fue una dirigente local del PRI en la colonia Lomas de Santa Cruz Meyehualco, en Iztapalapa. Reunía gente para los mítines y fue una importante impulsora de la distribución de servicios públicos en la zona. Una nota en el periódico Reforma da cuenta de ello. Una vecina contó al diario que ella fue la primera en tener una casa con ladrillos, además de que tuvo muchos negocios, entre ellos, una tienda Conasupo y una lechería Liconsa. Pero no solo ella. Se tiene registro de que Ramiro Aguilar Lucero, a quien más adelante conoceremos, también era exempleado del tricolor y había sido trasladado desde San Luis Potosí para trabajar en Iztapalapa, la zona que lideraba la Paca. Aunque ella obtenía beneficios económicos de su dirigencia y los negocios, todo cambió en 1988, cuando Cuauhtémoc Cárdenas (en el Partido de la Revolución Democrática) derrotó a Carlos Salinas de Gortari en la casilla que hospedaba en su propia casa. Salinas de Gortari habría ganado la presidencia, pero no en la alejada casilla de Lomas de Santa Cruz Meyehualco. Tras la derrota vinieron los ajustes de dirigencia, y fue ahí cuando la Paca cambió de oficio al de bruja o vidente.

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Era octubre de 1996 y en pocos días sucedió todo. Francisca Zetina llegó con un anónimo a la subprocuraduría que señalaba la ubicación del cuerpo de Manuel Muñoz Rocha en El Encanto, la finca en las fronteras de la capital, en Cuajimalpa. Dijo que un joven de quince años se lo entregó, así de la nada. En la carta de tres cuartillas, un supuesto testigo aseguraba que el cuerpo de Muñoz Rocha estaba en esa finca e incluía un croquis. Las autoridades se organizaron para ir a la propiedad y buscar el cuerpo o lo que quedaba de él. Pablo Chapa Bezanilla se apresuró a señalar que era el cuerpo de Muñoz Rocha.
Sin embargo, desde los primeros días la información que arrojaban los vestigios humanos sembró más dudas que certezas. El Servicio Médico Forense indicó que se trataba de un individuo del género masculino, de 1.70 metros de estatura, entre los cuarenta y los cincuenta años, con visibles traumas craneoencefálicos, y que los restos pudieron ser enterrados entre seis meses y tres años atrás. Hasta aquí todo estaba bien.
Los restos fueron encontrados a metro y medio de profundidad, casi como esperando ser descubiertos. Incisiones en el cráneo y el tórax indicarían que previamente fueron sometidos a procedimientos, como una autopsia. Además, no solo había huesos, se conservaban la laringe, los pulmones, el hígado, el riñón derecho, la vesícula con líquido biliar, el estómago con jugo gástrico y el colon con materia fecal. Su existencia ponía en duda que ese cuerpo pudiera llevar dos años enterrado.
Pero en ese momento el tema ya había explotado en la prensa, que afirmaba que era definitivamente el cuerpo de Muñoz Rocha. Para Francisco Villalobos, médico patólogo y perito del Tribunal Superior de Justicia del Estado de México, el hallazgo podría tratarse de una “broma macabra”.
Raúl Salinas de Gortari, desde Almoloya, respondió en un comunicado que el hallazgo era “la fabricación más indigna y temeraria que la subprocuraduría de Pablo Chapa Bezanilla me ha hecho”, y responsabilizó a la PGR de lo que ahí sucedió: desde hacía casi dos años que la finca se encontraba bajo su supervisión por las investigaciones y pesquisas en contra suya.
El anónimo entregado a Chapa Bezanilla comienza: “Estimada Paca” y a la firma indica: “Tu amigo que te estima”. Fragmentos relatan que quien escribió la carta había sido testigo, el 30 de septiembre de 1994, del asesinato de Muñoz Rocha. El autor narraba que ese día tenía una cita en la casa de Reforma 975, en Lomas de Chapultepec, para conocer a Raúl Salinas de Gortari, con la esperanza de que lo apoyara en su carrera política. El encuentro había sido gestionado por el mayor Antonio Chávez Ramírez, su jefe de escoltas. El presunto autor del anónimo relata que al entrar a la casa se encontró con la imagen de dos sujetos: uno con un bate de béisbol y otro en el suelo, ensangrentado. Según la descripción, el cuerpo fue mutilado para que fuera más fácil su descomposición.
—¿Quién era ese hombre? —preguntó el testigo.
—Un político traidor —respondió el mayor.
Al tiempo de las declaraciones, sería Ramiro Aguilar Lucero, amigo de la Paca, antiguo compañero en la dirigencia del PRI en Iztapalapa, quien asumiría la autoría del anónimo. Por aquel acto, la Paca recibió un millón de pesos y Aguilar Lucero, dos millones y medio, de parte del Fondo de Investigaciones Especiales y Prioritarias de Carácter Confidencial, como recompensa y por solidaridad. Esta no era la primera vez que la PGR entregaba una fuerte cantidad de dinero: Fernando Rodríguez González recibiría quinientos mil dólares, que le fueron entregados a su hija, Gabriela Fernanda, por la declaración del 15 de febrero de 1995, que da pie a la acusación de Raúl Salinas de Gortari. Rodríguez González había pasado de autor intelectual a testigo estrella. Raúl Salinas de Gortari cuenta en su libro Todo lo que el juez ignoró para sentenciarme (Diana, 1999) que esta cantidad fue entregada en efectivo y que solo se sabría de ella a través de la prensa en las columnas de los periodistas Sergio Sarmiento y Joaquín López-Dóriga.
De las sumas entregadas a Zetina y Aguilar Lucero, Raúl Salinas de Gortari presenta un recibo firmado y la copia de un cheque emitido por la PGR.
En su defensa, ha expuesto en su libro que todos los coautores del asesinato, es decir, Fernando y Jorge Rodríguez González, Daniel Aguilar Treviño y Carlos Cantú Narváez, “declararon tener instrucción de involucrar a la familia Salinas si algo salía mal”.
El 31 de enero de 1997 se ejecutarían las órdenes de aprehensión contra la Paca por violación a las leyes de inhumación y exhumación en agravio de la sociedad, por falsedad en declaraciones proporcionadas a una autoridad distinta a la judicial y por fraude a la nación. Patricia Zetina, además de Mayra Susana y Sandra Regina, hermana e hijas de la Paca, respectivamente, fueron acusadas por falsedad en declaraciones proporcionadas a una autoridad distinta a la judicial; María Bernal, por encubrimiento; Aguilar Lucero, por encubrimiento y falsedad de declaraciones, y Joaquín Rodríguez Cortés, yerno de la Paca, por violación a las leyes de inhumación y exhumación.
Después de tres meses, los dictámenes determinarían que la osamenta encontrada en El Encanto no pertenecía a Muñoz Rocha, sino a Joaquín Rodríguez Ruiz, suegro de Mayra y padre de Joaquín Rodríguez Cortés. El yerno habría sacado los restos del panteón de Tláhuac, de la fosa número trece, las últimas horas del 3 de octubre de 1996, y sembrado los restos en la madrugada del 4 de octubre en la finca El Encanto. En una declaración posterior, la Paca narró que el entierro de la osamenta se debió a la instrucción y presión de Raúl Salinas de Gortari, quien en una llamada le dio instrucciones y amenazó con secuestrar a su hija Mayra.
A la cárcel iría a dar también Francisco Godínez, velador de la finca, quien en una declaración dijo que autorizó el ingreso a El Encanto porque le habían dicho que harían un trabajo de brujería, según se consignó en la averiguación previa DGSP/009/97-01. Godínez también sería acusado de falsedad de declaraciones proporcionadas a una autoridad distinta a la judicial y sentenciado a dos años y ocho meses en prisión. Las pruebas principales contra Raúl Salinas de Gortari resultarían fabricadas y artificiales, y se acusaría que los testigos habrían sido “sobornados” e “inducidos” por funcionarios de la PGR, lo que los pondría en la mira para responder ante la justicia.
La investigación del asesinato dejó de ser el centro de atención para convertirse en una persecución de brujas y funcionarios públicos. La fiscalía capitalina anunció que los funcionarios serían investigados por la presunta autorización de recursos de cuentas de aseguramientos de la PGR. Chapa Bezanilla fue acusado de complicidad con Zetina y como responsable del desvío de recursos al entregar los pagos a la Paca por la información que proporcionó. Para ese momento, al verse descubierto, habría huido a España para mantenerse lejos del alcance de la ley.
—Le creías todo lo dicho a la pinche vieja —nos confesaría Juan Ignacio Zavala.
—La pendeja sale en la televisión y dice que por quién sabe cuántas generaciones los Salinas la van a pagar mal y que la madre los maldijo —recuerda Marcia Cano, a medio sonreír, mientras fuma otro cigarrillo.
En 1997, en la rejilla de los acusados del juzgado 16 del Distrito Federal, donde fueron procesados por el montaje de la osamenta, Zetina llevó un mazo de tarot, con el que les hacía lecturas a las reas del reclusorio. Uno de los testigos de esta escena recuerda que, antes de empezar la audiencia, la Paca pasaba entre los acusados y les pedía sacar una carta para adivinarles cómo vendría la sesión. Uno de ellos le preguntó si de verdad la suerte podía echarse con un arcano. La respuesta de Zetina fue contundente:
—La verdad es que son puras pendejadas —admitió.
Aún hoy no se conoce a los autores intelectuales. Los funcionarios a cargo del caso jamás han admitido los errores, las omisiones y las fantasías cometidos durante las investigaciones del asesinato de José Francisco Ruiz Massieu. A la administración de Ernesto Zedillo este escándalo, que distraería a los mexicanos, ahogados en una de las peores crisis económicas, le salió caro. En el año 2000, por primera vez en setenta años, el PRI perdió las elecciones presidenciales. Los mexicanos —quienes prácticamente le habían perdonado todo— no olvidaron la matanza de los priistas ni el caso de la Paca.
Las sentencias de Zetina sumaban en total nueve años y ocho meses de prisión, aunque estuvo dos años más en reclusión, sin que estén claras las razones. Su condena fue mayor incluso que la de Aguilar Lucero por la autoría de la carta y el croquis, por la que recibió cinco años y siete meses. También la de Rodríguez Cortés que, por la violación de las leyes de inhumación y exhumación, recibió solo un año y dos meses.
Zetina obtuvo su libertad hasta 2008, a los 59 años. En este país las mujeres reciben castigos más severos que los hombres, dice Lucía Núñez, investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM, y expone que la forma de castigar “está cruzada por el género”. También añade: “Esto se traduce en el aumento de penas o en la severidad de la aplicación de sanciones a las mujeres. Cuando una mujer no cumple con el rol de cuidado de la buena mujer se le sanciona más, se le considera más peligrosa”.
Raúl Salinas de Gortari, preso el 28 de febrero de 1995 y condenado a cincuenta años de prisión, obtuvo su libertad en junio de 2005 y fue absuelto de los cargos de autoría intelectual en el homicidio de Ruiz Massieu.

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Los recuerdos no tienen calidad en la imagen. No tienen ni los brillos ni los filtros de las pantallas de nuestra época. Las historias se cuentan diferente y el olvido termina por barrerlo todo. José Francisco Ruiz Massieu ha quedado en el olvido. Ya nadie recuerda los nombres de Daniel Aguilar Treviño, Carlos Cantú Narváez o Fernando Rodríguez González. Ya nadie busca a Manuel Muñoz Rocha, aunque Marcia Cano lleva aún en la mano su alianza de matrimonio y un diamante estilo Tiffany que le regaló. Raúl Salinas de Gortari se encuentra libre y no tiene que pelear más por su inocencia.
Para reconstruir esta historia se buscó a diferentes protagonistas; sin embargo, la mayoría de los involucrados han decidido guardar silencio porque creen que traer el drama al presente solo descalabraría sus realidades actuales. Visitamos el panteón de Tláhuac, de donde se exhumó el supuesto cuerpo del consuegro de la Paca. Ahí, el viento, entre sus pasillos, hace volar las plumas de una gallina que ha sido utilizada en rituales de brujería, y se ven hoyos que llegan hasta cajas de madera rotas para su profanación. Es una imagen macabra y cualquiera podría desenterrar un cuerpo en 2023. Buscamos la tumba de Joaquín Rodríguez Ruiz, pero ya no está. En su acta de defunción dice que fue exhumado.
La Paca sigue en Iztapalapa, la gente en su barrio sabe que era bruja y tal vez nunca deje de serlo. Se inventó como bruja después de que en la colonia terminó su carrera política. Su delito fue entregar un anónimo y decir que era la bruja de Raúl Salinas de Gortari. Eso la haría bruja para siempre. Aunque la gente crea en sus poderes, lo que Francisca Zetina tenía era una cantidad apabullante de información sobre las casas del político, sus ubicaciones, identidades, problemas personales y amantes que no obtuvo por sus poderes esotéricos, sino por la posición en la que era consultada y recibía los secretos de su cliente, lo que más le aquejaba o sus deseos más profundos.

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Tres semanas antes del asesinato, Carlos Cantú Narváez, un amigo del rancho, le contó que un hombre importante, un político de la capital, le había ofrecido un trabajo con el que ganarían cincuenta mil pesos. Para él, que no sabía leer ni escribir, era una fortuna.

Era un hombre canoso, muy alto y de ceño fruncido. Tenía 48 años y nunca figuró en puestos importantes, sino que fue asignado a cargos menores por las élites políticas del PRI, acostumbradas a hacer a un lado a los políticos del interior de la República.

“Tuve que enfrentar al PRI y lo hice, sin embargo, pudo más la clase política priista que la voluntad de un presidente, pudo más la clase política priista que la decisión de un presidente, pudo más la clase política priista que la justicia y la verdad que buscaba un presidente”.

Pablo Chapa Bezanilla aseguró tener evidencias suficientes para demostrar que Raúl Salinas de Gortari asesinó a Manuel Muñoz Rocha en uno de los domicilios desde donde este operaba, y la razón era siniestra: le había hecho el trabajo sucio al asesinar a José Francisco Ruiz Massieu.

La prensa, en un festín amarillista, la llamó “vidente”, “hechicera”, “a punto de ser auténtica ‘bruja’” y aseguró que practicaba el vudú, la cartomancia y la astrología. “Videntes son piezas clave en la investigación”, “Francisca Zetina era la chamana de Raúl”, se leía en los periódicos de la época.

“Era una carta escrita a máquina, una máquina vieja, toda mal, estaba mal escrita, con faltas de ortografía, donde él dice que es el causante, que él mató a este señor, y dije: ‘¡Ah carambas!, […] no entiendo nada de lo que está diciendo y toda esta gente que dice aquí, no la conocemos’”.

Si Francisca Zetina tenía por costumbre hacer estas prácticas esotéricas con políticos, lo que tenía era acceso a información, porque las consultas parten de pedir algo, querer conocer alguna circunstancia, y la intención final podría ser la búsqueda de protección.

El presunto autor del anónimo relata que al entrar a la casa se encontró con la imagen de dos sujetos: uno con un bate de béisbol y otro en el suelo, ensangrentado. Según la descripción, el cuerpo fue mutilado para que fuera más fácil su descomposición.

Pablo Chapa Bezanilla fue acusado de complicidad y como responsable del desvío de recursos al entregar los pagos a la Paca por la información que proporcionó. Para ese momento, al verse descubierto, habría huido a España para mantenerse lejos del alcance de la ley.

Hasta 2008, Zetina obtuvo su libertad. Aunque sus sentencias sumaban en total nueve años y ocho meses, estuvo dos años más en reclusión, sin que se tengan claras las razones.

—¿Dónde está Manuel Muñoz Rocha? —preguntamos durante la consulta a los espiritualistas trinitarios marianos.
—No está. Ya no lo veo.

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